miércoles, 24 de julio de 2013

Una bitácora y un sueño

Un niño corre por la vereda de una calle barrial en los tempranos 80s. En su mano extendida hacia atrás, como remontando una cometa, lleva un modelo a escala del transbordador espacial Challenger. El pequeño corre a toda velocidad con la cuerda que tiene al otro extremo a la todopoderosa nave estadounidense.
En esa época el acto de volar bien podía representar una metáfora de libertad, ante la represión dictatorial establecida, a la que le quedaba poco tiempo. Sin embargo, el niño sólo quiere viajar dentro de esa nave. Quiere que esa nave sea real. Mira hacia adentro de la cabina, explora el plástico desde cerca, el blanco de la coraza, el negro de la base, la curva de las alas. El pequeño observador es ya un científico que estudia el comportamiento del vehículo en acción con la gravedad, y se da cuenta, prematuramente, que el objeto no volará.
La bajada es larga, la vereda ancha, y la niñez eterna. El pequeño corre hasta el infinito, sin importarle la veracidad de su experimento, simplemente corre y sueña.
Pocos años después, el mismo transbordador –el niño no sabía de la existencia de otros- estallaba en el cielo ante la mirada perpleja del mundo entero. La maestra que viajaba en esa nave fue la noticia que más atentó contra la inocencia de quienes no entendíamos nada. Recuerdo la portada del diario El País, y recuerdo a la maestra. El impacto quedaría grabado en mi mente el resto de mi vida.
La necesidad de viajar al espacio y orbitar, de buscar el camino de la ciencia para colaborar con la humanidad en el avance y el progreso, era una idea que ya estaba sembrada en mí. La búsqueda de respuestas a través de los métodos establecidos por la ciencia dura, que veía en la televisión pero que fundamentalmente leía en los libros de cuentos, era el camino que me estaba marcado. El Almanaque Mundial de 1988 daría forma final a mi proyecto de vida: en aquella pequeña joya estaba la información científica de todo el Sistema Solar, planeta por planeta, el Sol, el cinturón de asteroides, y las lunas de cada planeta. Lo necesario para que cualquier pequeño científico se iniciara en el conocimiento del universo. Pero las fotos más maravillosas estaban en los últimos tres planetas del Sistema Solar. Estos se veían igual que una estrella; la pequeña fotografía en blanco y negro del almanaque daba a esos planetas la calidad de “muy lejanos”, o mejor aún “apenas sabemos sobre ellos”.

Fue mi padre quien me regaló ese almanaque, fue mi padre quien me habló del Challenger, y fue mi padre quien me habló de la maestra. Si sólo pudiera decirle a mi padre que en este exacto momento me encuentro llegando a la órbita de Urano, si sólo pudiera decírselo, no lo estaría escribiendo.

domingo, 21 de julio de 2013

El universo por primera vez

Desde aquella época no dejé de mirar el cielo nunca más.
La relación entre la humanidad y los cometas está plagada de historias. Desde apocalipsis hasta fantasías sobre explotar meteoritos antes que choquen contra la Tierra. Nunca nada de eso ha pasado.
Mi historia con los cometas y meteoritos está más relacionada con la poesía.  Desde mi primer amor, época donde le pedí un deseo a una estrella fugaz, pasando por mi visita al Cabo Polonio, lugar donde “vi” por primera vez el universo, hasta hoy, aquí y ahora, donde mi vida transcurre en un meteoro viajando por la galaxia, desde donde escribo este diario.
Desde entonces no he hecho otra cosa que mirar hacia arriba, y pedir deseos. Como si la “verdad” o el destino, esas grandes abstracciones absolutistas existieran. Como si desde “afuera”, algo o alguien tuviese el poder de cambiarlo todo.
Sin embargo, más allá de que ninguno de mis deseos jamás se cumplió –ni creo que vaya a suceder tal cosa-, mi visión poética del mundo no se ha modificado en nada, y es la que me ha salvado de esta tragedia, ya que es imposible haber sobrevivido todo este tiempo desde aquí arriba.
Júpiter se hace inmenso en el horizonte. Temo más a su poder destructivo que a otra cosa en este universo. Como si el mismísimo Zeus me estuviese esperando para azotarme volcánicamente, como si la gran tormenta roja estuviese preparada para absorberme.

Me abrazo fuerte a la roca que esta junto a mí. El miedo se apodera de mis sentimientos. Comienzan a desprenderse fragmentos salvajes de piedra cósmica, nos acercamos al gigante rojo a gran velocidad. Temo el peor de los finales. Puedo ver la tormenta con una gran panorámica, la veo moverse sólida, constante, y decidida. Mis ojos no pueden apartarse de ella, tan así que no pude percatarme que Titán estaba justo encima “nuestro”. La gravedad del satélite nos empieza a desviar, y de pronto, sin quitar los ojos de la tormenta, me veo mirando hacia atrás, donde Júpiter se esconde al horizonte. Hacía tiempo no veía un “atardecer” tan alentador.

Recuerdos del futuro

Siempre me imagino volviendo a casa solo. De noche. Luego de un día de trabajo largo y solitario. Como si fuese una película. Yo y mis cosas. Regresando a casa, sólo. Ahora que lo pienso, no dista mucho de la realidad.
¿Por qué siempre imagino estas cosas? Lugares, cosas, como si quisiera estar en otro sitio, haciendo otros proyectos.
Entonces despierto. El panorama es más desolador que en mis pensamientos.
Miro al horizonte y amanece el mismo universo que ayer, el mismo frío congelante que hoy, y las mismas estrellas que siempre. Sólo una se hace cada vez más grande: Júpiter. Mi astronave se dirige hacia El como una flecha de Cupido. Aunque mi papel como amante está lejos de ser correspondido. Es un amor destructivo. Si el cometa es atraído por la gravedad de Júpiter estoy frito, literalmente hablando.

Sin embargo mi reacción al pensar en esta proyección no es escandalosa. Busco a mi alrededor otro rincón donde seguir soñando, donde volver a despertar. Quizás desde allí el horizonte sea otro.

viernes, 31 de mayo de 2013

150 millones de kilómetros



Intrépido,  sagaz, veloz e incendiario, el cometa atraviesa la galaxia dejando restos estelares como migas en un camino sin retorno. A medida que me alejo del Sol la sensación de vacío se acentúa.
La distancia a la Tierra ha aumentado considerablemente. 

En este vacío no hay vida, pero tampoco muerte. No hay tiempo, pero tampoco eternidad. No hay luz ni sombra. Sólo un alma y un cometa. 

Un abismo infinito se presenta ante mis ojos. La incertidumbre de no saber cuándo regresaré me deja inmóvil. No es que pueda ir hacia algún lado. En unas pocas horas puedo recorrer el cometa en toda su circunferencia y no hallar nada más que roca gélida. 

Sin embargo no hay signos de soledad, las estrellas me acompañan

miércoles, 29 de mayo de 2013

1986

Un niño asoma su cabeza por la ventana. Su padre le señala al cielo. Allá en el horizonte, justo encima de Venus, parpadea el Halley. Es el año 1986 y el pequeño tiene su primer contacto con el astro. Y con el tiempo.
Su padre le comenta que el cometa no volverá sino hasta dentro de 70 años. El pequeño no tiene la capacidad de comprender la distancia
Lo asimila a la eternidad
Porque en sus libros un cometa mató a los dinosaurios, y esto fue hace mucho tiempo
1986 fue hace mucho tiempo. Los atardeceres eran eternos. El sol calentaba más, y los días no eran tan solitarios
Hubo una vez en que todo fue un sueño, y de ese sueño podías despertar tarde. Todo cambió desde que Sagan murió

lunes, 27 de febrero de 2012

Arena cósmica

El planeta celeste se aleja tras de mí a la vez que el astro rey se va haciendo cada vez más “real” delante mío, en el horizonte. Las tormentas solares, ráfagas de energía destructiva, van desgranando al meteorito poco a poco, pero consistentemente, continuamente, como una lima que va desgastando un fierro y cae el polvillo del metal haciéndolo parecer de arena. Este es mi principal problema.

La estela de la roca que va desfragmentándose me recuerda a la línea recta que dejaba mi bote en la calma de la bahía donde remaba, debajo de un majestuoso cerro. En esa época avanzaba sin pensar, siempre hacia atrás, hacia mis espaldas. Al llegar debajo de aquél cerro, inmenso desde donde se lo viera, no hacía otra cosa que quedarme atónito. Nunca tuve palabras para describir  aquella sensación, mi pequeñez frente a lo gigantesco.

En este momento descanso en una pendiente, mirando la estela cósmica. No es recta, sino curva. Apenas perceptible. No miro hacia donde voy, sino de dónde vengo. He dejado a mi viejo y a mi infancia en aquél cometa que pasara hace 25 años; quizás sea este que volvió por mí.

martes, 21 de febrero de 2012

Vida interior

El sol está cada vez más cerca, y eso afecta mi “nave”, y me afecta a mi; la velocidad con que arremete el meteorito sónico aumenta a medida que nos acercamos al atro rey.

Amanece sobre Venus. Con un poco de suerte estaré uno o dos días sobre este planeta, azul como la Tierra. Un respiro parece renovar mis fuerzas. Aroma a infancia, eternidad, y despreocupación. La roca abominable me ha devuelto algo que había perdido, pero no me deja disfrutarlo o vivirlo, pues la velocidad angustiante a la que orbitamos no hace otra cosa que paralizarme. Todo pasa a través de mi mente. Quizás ese sea el problema. Quizás ese ha sido el problema durante toda mi vida.

Los zombies que habitaban la roca no sobrevivieron a la tormenta solar. Pero han quedado sus gritos de dolor, sus fantasmas ahora habitan la roca, se esconden durante el día en agujeros o debajo de las piedras, y salen por la noche aullando como lobos sin madre ni pradera, o como hombres sin calma.

La agonía de vivir sin haber visto, de ver lo que ya ha pasado, y el deseo inútil de volver hacia atrás. Ya no se puede. La roca es atraída hacia el magnánimo al que todo en el sistema solar pertenece. Todo ha salido del sol, y hacia allí “vamos” ahora.