Un niño corre por la vereda de una calle
barrial en los tempranos 80s. En su mano extendida hacia atrás, como remontando
una cometa, lleva un modelo a escala del transbordador espacial Challenger. El
pequeño corre a toda velocidad con la cuerda que tiene al otro extremo a
la todopoderosa nave estadounidense.
En esa época el acto de volar bien podía
representar una metáfora de libertad, ante la represión dictatorial
establecida, a la que le quedaba poco tiempo. Sin embargo, el niño sólo quiere
viajar dentro de esa nave. Quiere que esa nave sea real. Mira hacia adentro de
la cabina, explora el plástico desde cerca, el blanco de la coraza, el negro de
la base, la curva de las alas. El pequeño observador es ya un científico que
estudia el comportamiento del vehículo en acción con la gravedad, y se da
cuenta, prematuramente, que el objeto no volará.
La bajada es larga, la vereda ancha, y la
niñez eterna. El pequeño corre hasta el infinito, sin importarle la veracidad
de su experimento, simplemente corre y sueña.
Pocos años después, el mismo transbordador –el
niño no sabía de la existencia de otros- estallaba en el cielo ante la mirada
perpleja del mundo entero. La maestra que viajaba en esa nave fue la noticia
que más atentó contra la inocencia de quienes no entendíamos nada. Recuerdo la
portada del diario El País, y recuerdo a la maestra. El impacto quedaría
grabado en mi mente el resto de mi vida.
La necesidad de viajar al espacio y orbitar,
de buscar el camino de la ciencia para colaborar con la humanidad en el avance
y el progreso, era una idea que ya estaba sembrada en mí. La búsqueda de
respuestas a través de los métodos establecidos por la ciencia dura, que veía en la televisión pero que fundamentalmente leía en los
libros de cuentos, era el camino que me estaba marcado. El Almanaque Mundial de
1988 daría forma final a mi proyecto de vida: en aquella pequeña joya estaba la
información científica de todo el Sistema Solar, planeta por planeta, el Sol,
el cinturón de asteroides, y las lunas de cada planeta. Lo necesario para que
cualquier pequeño científico se iniciara en el conocimiento del universo. Pero
las fotos más maravillosas estaban en los últimos tres planetas del Sistema Solar.
Estos se veían igual que una estrella; la pequeña fotografía en
blanco y negro del almanaque daba a esos planetas la calidad de “muy lejanos”,
o mejor aún “apenas sabemos sobre ellos”.
Fue mi padre quien me regaló ese almanaque,
fue mi padre quien me habló del Challenger, y fue mi padre quien me habló de la
maestra. Si sólo pudiera decirle a mi padre que en este exacto momento me
encuentro llegando a la órbita de Urano, si sólo pudiera decírselo, no lo
estaría escribiendo.